San Ciriaco y Santa Paula
Parroquia de los Santos Mártires Ciriaco y Paula
Málaga


El matrimonio de María y José
Extracto del libro "El matrimonio de María y José: Reflexiones sobre el amor conyugal" del Rvdo. D. Antoni Carol Hostench.


     (...)

     IV. AMOR Y ESPERANZA

     23. "La generación de Jesucristo fue así: Estando desposada su madre María con José, antes de que conviviesen, se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Estando él considerando estas cosas, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: - José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en Ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados-. ( ) Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su esposa" (Mt. 1, 18-21.24).

     Ya hemos dado cuenta de la sobriedad de los relatos evangélicos en lo que concierne a las contradicciones por las que pasó la Sagrada Familia. María, una mujer de gran madurez, habla poco de todo ello. Pero notemos un detalle de fina elegancia: si es cierto que de sí misma habló poco a los evangelistas, sin embargo, no tuvo inconveniente en dedicar más palabras a hablar de su marido. Aun con todo, lo que hemos transcrito de la Escritura --cinco versículos en total- no es más que un genial resumen de una larga historia de sufrimiento de aquel esposo fiel, historia que muy bien pudo haber durado unos seis o siete meses (el texto sagrado no lo concreta). Es una actuación ejemplar llena de fe, esperanza y caridad. El amor exige esperanza sin término, puesto que el mismo amar tampoco tiene fin, y en toda historia de entrega encontramos misterios, riesgos, imponderables, circunstancias no controlables, etc., ante las cuales no hay más remedio que "aguantar" con esperanza. El amor es sufriente y, por tanto, pide un ánimo muy esperanzado.

     24. Todo lo que se diga acerca de San José siempre será poco. Su silencio, su discreción, son garantía plena de un amor sereno y fuerte, justamente del mismo estilo que el que habría de manifestar Jesucristo a la hora de la Cruz.
     Todo comenzó con el si de José a María, un si destinado a proteger la perpetua virginidad de Ella. No es fácil imaginar cómo se enamoraron, como combinaría Ella su deseo de virginidad con el amor tierno que sentiría por aquel joven tan y tan delicado, llamado José. Podemos pensar que se conocerían desde su infancia y que, en la "ingenuidad" de niños, se habrían contado sus secretos con toda franqueza. A pesar de que pueda parecer un juego de críos, no tengamos duda de que quien jugaba ~en definitiva" era el Espíritu Santo, que inspira todo tipo de cosas a las almas sencillas. Eran tal para cual, ya desde pequeños. Se conocerían muy bien, y del mutuo conocimiento al enamoramiento había tan solo un paso.
     Posiblemente (la Escritura no lo dice, pero lo podemos suponer), después de la larga amistad que les unía, María se enamoré primero de José y más tarde le surgiría el deseo de virginidad. Incluso estaría dispuesta a renunciar a su amigo con tal de poder realizar el propósito de entrega total a Dios. Pero, precisamente, ¿cómo lograr este ideal sin la ayuda del propio José? Lo hablarían, y quizá fue él mismo -dispuesto a cualquier precio con tal de conquistar a su enamorada- quien se ofreciera a respetar perpetuamente la integridad física de María, puesto que éste era el único camino del que Ella disponía para permanecer virgen sin que los hombres la incordiaran. San José le ofrecía ser el custodio de su virginidad y, muy probablemente, ningún otro hombre sería capaz de hacerlo. Si no se hubiesen conocido desde pequeños, si no hubiesen jugado juntos tantas veces, si no se hubiesen confiado los secretos, ahora -cuando ya eran unos jóvenes- no hubiesen podido ofrecer y pedirse mutuamente aquella entrega tan singular.

     25. El hecho es que se desposaron. Como es sabido, el matrimonio entre judíos se celebraba en dos fases. La primera era la de los "desposorios", que implicaban un compromiso tan firme que los desposados -a pesar de que todavía no vivían juntos bajo un mismo techo- tenían ya derecho a la relación conyugal y a comenzar a esperar un hijo. La segunda etapa consistía sencillamente en la conducción de la esposa a la casa del marido.
     Hemos leído de la Sagrada Escritura que la Virgen y San José estaban desposados y que todavía no convivían (cfr. Mt. 1, 18). Estas palabras nos sitúan justamente en el contexto de los desposorios. Estando las cosas así, es cuando tiene lugar la Anunciación (cfr. Lc. l, 26-38). El relato evangélico es también muy "rápido" teniendo en cuenta que se trata de un acontecimiento clave y central de la historia de la humanidad.
     María, llena de fe, sólo hace una pregunta a San Gabriel: no pide una prueba -a diferencia de Zacarías (cfr. Lc. l, l8) -, sino que pregunta sencillamente como había de colaborar personalmente a fin de que se realizara aquel misterio divino. Tenía derecho a pedir más detalles: qué había de hacer con José; si hacía falta o no completar su proceso matrimonial; si convenía ir a vivir a otro lugar; etc. Ella no "marea" al Arcángel; no pregunta nada más: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según su palabra" (Lc. 1, 38).

     26. José estaba feliz con su prometida y, seguramente, iría contando los días que quedaban aún para poder sellar su matrimonio y así tener permanentemente a María a su lado. El no sospechaba el "calvario" moral que le esperaba, porque Dios permitió para aquella maravillosa pareja situaciones extremadas, peculiares, de mucho sufrimiento moral y difícilmente sostenibles. Ninguno de los dos podía siquiera imaginar todo lo que les habría de llegar durante su vida matrimonial.
     Lo que ellos dos nunca habrían hecho para no causarse mutuamente un dolor, Dios lo permitió. Siguiendo un criterio informado por la fe, María decide no revelar a su prometido el misterio de la Encarnación: un hecho de tal trascendencia había de ser revelado por el mismo Dios. Lo que Ella no sospechaba es que Dios habría de tardar -deliberadamente- mucho tiempo en desvelar aquel misterio: el suficiente como para que José realizara -mientras María ya lo estaba haciendo- un ejercicio de fe, esperanza y caridad prácticamente sin precedentes.
     Además, la Virgen -ahora con un criterio informado por la caridad- decide visitar a su prima Isabel (efr. Lc. l, 39-56). Tiene que hacer un viaje por un tiempo no del todo determinado, a pesar de que era probable que durara tres meses (los que faltaban para el nacimiento del Bautista). Ella plantea la necesidad de aquel viaje. Este era el primero de una larga serie de "golpes". Aquella propuesta era revolucionaria: resultaba impensable que una chica, que acababa de desposarse, de edad muy joven, pudiera proponer a un marido judío semejante proyecto. Hay que tener en cuenta que la mujer en aquella sociedad no tenía ninguna autonomía y estaba fuertemente sometida a la voluntad del hombre.
     San José, con su amor delicado, se pone -una vez más- a favor de su Esposa: lo que nadie más hubiese permitido él lo acepta, no sin sorpresa y dolor. Ya se había puesto a favor de la virginidad de María y ahora se pondrá a favor de aquella necesidad, que -muy posiblemente- no alcanzaría a entender totalmente. José se hace "impotente"; él permanece "coherente" y "paga" por su entrega, Si el amor es la identificación del amante con la persona amada, respetando la manera de ser del amado, hay que decir entonces que la actitud de San José se ajusta perfectamente a la esencia de todo verdadero amor. Sin duda, le costaría prescindir de un solo minuto de la compañía de su Prometida y ahora será cuestión de meses. Posiblemente le dijo que no se preocupara, puesto que mientras tanto él aprovecharía este tiempo para completar el hogar donde -a su regreso- vivirían juntos, y que la estaría aguardando ansiosamente.

     27. María marcha decidida. No resulta fácil imaginar cómo se combinarían en su corazón la alegría de llevar a Dios en sus entrañas y, a la vez, el dolor por la fuerte renuncia que había pedido a su prometido; la alegría dc comprobar la singular categoría y generosidad de José y, a la vez, la "santa inquietud" a fin de que el Altísimo revelara también a él -cuanto antes-- el misterio de la Encarnación o, por lo menos, saber la posición que la divina Prevalencia disponía para el Santo Patriarca. La Virgen sale decidida a servir, pero viaja rezando intensamente por su futuro marido. Lo peor es que aquellas inquietudes -tan comprensibles- no las puede compartir con nadie: habrá de sufrir sola, y después lo hará él, también solo. Dios permitiré esta prueba tan singular.
     Para la Virgen ha sido la hora de la fe y de la caridad y llega ya, sobre todo, la hora de la esperanza. Y no tardará en llegarle también a su prometido. Ya hemos dicho que el amor necesita esperanza: esta virtud "asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reina de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" (CIC, 1818). A partir de ahora, quien va a darnos una lección de esperanza tras otra será el propio San José.

     28. "María permaneció con ella [Isabel] unos tres meses, y se volvió a su casa" (Lc. 1, 56). La Virgen estaba segura de que Dios revelaría su voluntad en relación a su prometido y, mientras hace el viaje de regreso hacia Nazaret, piensa en eso. Pero no daría vueltas al tema sin más: lo meditaría en presencia del Altísimo, mientras que -a la vez llevaba al Hijo de Dios en su vientre. ! Qué contraste! Ella estaba segura de que todo saldría bien, pero todavía no sabía si José conocía ya el misterio.
     Es una vuelta a casa muy emocionante para la Madre de Dios: vuelven a entrecruzarse las alegrías con las comprensibles inquietudes. Este regreso supondrá un peldaño más en el dolor de su prometido, quien hasta ahora ha llevado el peso de la renuncia. Pero muy pronto vivirá el dolor del desconcierto: a pesar de que los evangelios no lo dicen, es de sospechar que la Virgen Santísima comenzó a tener una actitud atípica cuando comprobó que José todavía no sabía de la Encarnación del Verbo divino.
     ¡Llega María!; Qué alegría! Se saludarían con un afecto delicado e intenso, como nunca lo habrían hecho. José habla: está loco de contento, todo son propuestas entusiastas para la celebración del matrimonio y, así, llevarse a su Amada al hogar que él había preparado. Ya estaba todo a punto y habían transcurrido más de tres meses desde los desposorios: no era prudente alargarlo más. Pero, sorpresa, María no tiene prisa y presenta mil motivos, relativamente comprensibles, para aplazar todavía mas la boda. San José no lo entiende: los motivos eran admisibles (Ella los habría pensado bien), pero aquélla no era su actitud habitual. Siempre se la había visto como una chica alegre, decidida, puntual cumplidora de los compromisos y, ahora, esta "rara" (si se nos permite la expresi6n): esta como envuelta en un misterioso "silencio".
     En fin, durante los primeros días José no daría mayor importancia a aquellos hechos: "cosa de mujeres", pensaría él. Ella, en cambio, ve que pasan los días y que aquello -poco a poco- se hará insostenible. Ciertamente fue así: San José, extrañado, ve que se suceden no ya los días, sino las semanas y María sigue alargando incomprensiblemente tan delicada situación. Los motivos, vistos uno a uno, resultan lógicos, pero en conjunto todo es muy extraño: Ella ha cambiado de parecer; algo ha ocurrido durante cl viaje; no es la que había marchado; aquella conducta -aunque siempre presentada con sonrisa y suavidad- comienza a ser inexplicable. Ella no dice que no se quiera casar, pero pospone continuamente lo que ya se había de celebrar.

     29. Se trata de horas, días y semanas de las cuales la Biblia no especifica qué ocurrió. Nosotros haremos un nuevo esfuerzo de imaginación que sea coherente con los pocos datos que nos ofrecen las páginas bíblicas. San José era hombre de mucha oración y, por tanto, era una persona habituada a un amor delicado: no se enfada, no profiere amenazas, no exige descarnadamente el cumplimiento de pactos, tampoco exige aclaraciones definitivas, ni da "ultimátum": sencillamente "aguanta" en silencio (se hace "impotente". ¿Qué otra cosa podía hacer un hombre justo como él, comprensivo hasta el extremo con su Enamorada? Nada podía hacer, sino "aguantar" (él permanece coherente y "paga", y "pagara" hasta el final, por decirlo con las mismas palabras que Juan Pablo ll aplica a Cristo).
     Pero el hecho es que llega un momento en que ya no es suficiente con "aguantar". Con el paso de las semanas resulta cada vez más difícil hablar del tema matrimonial: la situación está misteriosamente bloqueada por parte de María y, sin pretenderlo ninguno de los dos, las conversaciones pierden sentido: hablar de cualquier tema y evitar la cuestión de la boda es ilógico, y surge entre ambos un "hielo frio". Ella no puede hacer nada; él ya no sabe qué hacer; y Dios -el único que podía hacer- "no hace nada". A José cada vez le cuesta más ver a María y, cuando coinciden en la sinagoga, disimulan aquella situación ante los ciudadanos de Nazaret.
     El panorama llega ya a un límite insostenible. La "llena de gracia" (cfr. Lc. l, 28) no pierde en ningún momento la esperanza, pero sufre por su amado. Sin embargo, Dios es primero y la palabra la tiene el Altísimo, y la Virgen no se considera autorizada para informar a su prometido y decidir en un sentido u otro. José hace oración y medita: finalmente ya comprende que María es la misma de siempre y que su actitud no podía ser algo casual: algo sucedía y Ella no podía hablar. La disculpa plenamente y, "una vez más", el Santo Patriarca se pone a favor de su Desposada: se pone a favor del silencio de María y lo acepta: vuelve a hacerse "impotente", sigue "pagando" y permanece "coherente". A partir de ahora evita ir a hablar con Ella y, para no hacerla sufrir, procura no coincidir en la sinagoga. Si los vecinos preguntan, él protege el misterioso trance de María y disimula. ¿Qué puede hacer, entonces?; nada, solamente continuar "aguantando" con un ejercicio de esperanza, que progresivamente se le hace más difícil. ¡Cuántas veces se presentan situaciones de este tipo en la vida! El arduo silencio de San José es un ejemplo para todos nosotros. Es el momento en el que la virtud de la esperanza decanta en un maravilloso ejercicio de caridad, puesto que -como ya hemos dicho- "el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" (CIC. l 8 l 8).

     30. María intensifica tanto como puede su oración y se prepara para el siguiente peldaño que habrá de ascender en la escalada de dolor: el embarazo comienza a ser evidente. No podrá esconderlo por mucho tiempo más. Su prometido no lo sospecha todavía. Lo que son los hechos: José ya no le podía hablar; pero ahora ya no la puede ver, pues Ella -intentándolo todo como buenamente puede- no se deja ver. Sin embargo, el embarazo ya se puede adivinar externamente. Es de imaginar que alguna vecina o amiga lo notara: María no lo podía negar (no era del caso faltar a la verdad). Cuando le preguntan no dice que no y asiente con una sonrisa. Pero esto no es lo peor, pues a la gente no le sorprende el embarazo, por el sencillo hecho de que los vecinos no sabían del propósito de virginidad de Santa María y, al estar desposada, tenía derecho a esperar un hijo.
     La noticia corre por el pueblo y a todos les parece lo más normal del mundo. El problema es San José: él sí que conocía aquel compromiso de virginidad (es más, había de ser el custodio que cubriría dicha virginidad) y, sin embargo, María no le podía decir nada. Lo peor es que él acabaría enterándose indirectamente. Este dolor ya es inmenso: el golpe que iba a recibir José seria -por lo menos en los primeros instantes- durísimo. Dios no puede fallar, pero está claro que los quiere apretar. Han de sufrir, y sufrir por separado: cualquier matrimonio tiene derecho a compartir los dolores, pero ellos -por la mano de Dios- no podrán hacerlo.

     31. Efectivamente, como es de sospechar, José no tardaría en ser felicitado porque su Desposada estaba embarazada, ¡y con un embarazo avanzado!. De entrada, él disimula y acepta las felicitaciones, pero en el fondo no se lo puede creer: ¡es imposible!, ¡no puede ser en absoluto!. El intenta ver a María sin que Ella lo note. La cosa no es fácil, pero, finalmente, se da la ocasión: el paso de los días pone en evidencia a María. José no se atreve a mirarla, y mucho menos a hablarle. No puede hablar ni puede pensar. José era un hombre santo, pero eso no evita el fuerte desconcierto que sufre en los primeros instantes. Es terrible aquella situación. Ya no puede dormir. La amaba mucho, se lo había dado todo y ahora..., ni siquiera le dice nada.
     Probablemente, en cuestión de horas logra serenarse un poco en su casa y puede comenzar a pasar desde la oración vocal -en la que invoca la ayuda a Dios- a hacer meditación y analizar con detalle la historian de los hechos en la presencia de Dios. Vistas las cosas con calma, todo aquello comienza a tener sentido; por lo menos, las cosas van encajando, a pesar de que no sabe qué ocurre exactamente. Ahora comprende el silencio: lo que no logra explicarse es el embarazo. Queda claro que Ella ha regresado del viaje con el embarazo. Todo coincide.

     32. Un escalón más en la subida de desconcierto y un acto más de caridad: como primera medida, sin entender mucho todavía, decide apoyar a la que -¡de esto no podía dudar!- era su Prometida. Ahora se pone a favor del embarazo: permanecerá coherente hasta el final. Se había comprometido a proteger y esconder la virginidad de María y ahora se compromete ante Dios a proteger el embarazo, que todavía no sabe de dónde ha salido. Nadie puede ayudarle, nadie le dice nada. María tampoco, a pesar de que Ella es consciente de que a su prometido ya le habrá llegado la noticia. Siguen sin poderse ver y todo ello exige ya una solución urgente: si el embarazo es ya vox populi no pueden seguir no encontrándose en el pueblo, como tampoco pueden continuar sin casarse.
     Dios no abandona nunca a sus hijos. José recibe una luz: imaginamos que después de tomar la decisión de proteger -¡como sea!- a María, comienza a sospechar que en Ella ocurre algo divino misterioso. No le resultaría nada extraño alguna cosa en esta línea, puesto que la tenía por una persona extraordinariamente santa. La Virgen no podía haber fallado o haber faltado a la fidelidad: esto quedaba descartado de entrada. Si hubiera sido un accidente o si la hubiesen forzado, Ella le habría pedido ayuda y, en cualquier caso, éste no sería motivo para no hablarle. Si no ha dicho nada es porque -casi seguro- Dios está por medio, lo cual ya encaja mejor en Santa María. Las cosas se van aclarando. Recordamos que "la virtual de la esperanza (.,.) protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna" (CIC, 1818).

     33. Aparece espontáneamente una nueva duda: ¿qué tiene que hacer San José? Sospecha lo que ocurre, pero no sabe qué hacer. Ya hemos laido que "José ( ), como era justo y no quería exponerla a infamia, pensé repudiarla en secreto" (Mt. l, 19). Con la ley en mano, según la justicia legal de su tiempo, él tenía derecho a pedir el divorcio, denunciando a la Desposada (la ley de Moisés, a la vista de la dureza del corazón de los hombres, aceptaba la posibilidad de dar "carta de repudio" en el caso de adulterio). Así él podría quedar desligado de aquella situación y comenzar de nuevo su vida matrimonial con otra persona.
     Pero José volverá a hacerse "impotente", y querrá volver a "pagar". Pedir el divorcio era totalmente impensable, ya que María era su Prometida, la amaba, la seguía considerando santa -ahora más que antes-, la veía en situación delicada y había decidido -¡a cualquier precio!- ponerse a favor de (identificarse con) sus circunstancias. Entre que no está seguro de lo que pasa (a pesar de que sospecha de algún misterio), que la ley mosaica le prohíbe tomar por esposa a una mujer en aquella situación y que la quiere proteger -pase lo que pase- no le queda más que una salida muy dura: abandonarla en secreto, sin denunciarla y sin pedir el divorcio.
     Abandonarla en secreto puede parecer una salida muy airosa para José; no era en absoluto así, Esta era la solución que dejaba en la mejor situación posible a María: Ella se quedaría sola -como parecía que lo deseaba, a pesar de que no se lo había dicho explícitamente- aparentemente abandonada de su joven desposado, justamente con un embarazo avanzado. La Virgen Santísima, por lo menos, suscitaría así la compasión de los hombres. San José, en cambio, socialmente aparecería como un irresponsable que abandona a su Esposa, dejándola embarazada y sola, aparte de que no podría volver nunca más a su propia región. Ni tampoco podría casarse de nuevo, pues al no pedir el divorcio quedaba atado a María, resultando así de mal parado, sin poder gozar de un amor durante el resto de su vida. Y, profesionalmente, habría de comenzar otra vez, lejos de su casa y de su tierra.

     34. La decisión de José, superando la justicia de su tiempo, está llena de caridad: es la mejor para María. Una vez más, Dios aprieta, pero no ahoga: cuando cierra una puerta abre otra, y no permitirá que el Santo Patriarca ejecute la solución que él había pensado: "Estando él considerando estas cosas, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hija de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en Ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dara a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados". (.,.) Al despertarse José hizo como el ángel del Seriar le había mandada, y recibió a su esposa" (Mt. l, 20-21).
     San José era un alma de profunda vida interior (de no ser así no habría podido tomar aquella resolución) y capta finamente las inspiraciones del Espíritu Santo: nadie le habla y, si le hablan, tardan mucho en hacerlo y, ademáis, todo en sueños. Pero para él ya es suficiente con eso para entender la voluntad de Dios con toda certeza; tal es el grado de familiaridad que tiene con el Altísimo. Le han sido reveladas tres verdades que le hacen desbordar de alegría y felicidad: ha de recibir a su amada Desposada (es decir, ha de casarse definitivamente con Ella); le confirman lo que ya sospechaba (el embarazo era obra del Espíritu Santo) y, lo que es más importante, escuchando que él ha de poner al Niño el nombre de Jesús, recibe el encargo de la educación del Mesías (la vocación más excelsa que un hombre podía recibir).      Notemos la importancia de la virtud de la esperanza: todo sale bien porque no se ha precipitado, porque no ha pensado en su comodidad; porque ha "aguantado" (hasta el final) y, cuando la cosa era ya completamente insostenible, ha decidido lo mejor que ha entendido en la presencia de Dios. El Altísimo, que podía haber hablado el primer día, lo ha apretado hasta "obligarle" a tomar una ejemplar actitud: se ha hecho "impotente"; ha "pagado"; ha permanecido "coherente"; ha amado "hasta el fin" (las manifestaciones de todo auténtico amor). José, sin duda, sale fortalecido del dolor moral que ha experimentado durante meses y ahora ya está preparado para educar a Jesucristo. Todavía deberá pasar por situaciones verdaderamente angustiosas (mas viajes, puertas que no le reciben en su propia ciudad --Belén-, ver a su Esposa dar a luz "en la calle", más viajes como fugitivo hacia regiones extranjeras). Pero para esas otras dificultades contará con la compañía físico y el soporte moral de Santa María.      Ahora, de momento, José viviré la jornada de más felicidad de su vida hasta entonces: "Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su esposa" (Mt. l, 24). En aquel amanecer sí que José va corriendo a advertir de todo ello a María: ahora sí que ya pueden hablar; ahora ya puede mirarla de nuevo. Para entender el dolor que ambos pasaron sería necesario tener la capacidad de enamoramiento de esas dos preciosas criaturas: la alegra es desbordante; ahora se quieren mucho más porque también se admiran mutuamente mucho más que antes: la prueba, compartida separadamente, ha sellado su amor para siempre. Aquel memorable día lo pasarían paseando juntos, comenzando a reconstruir la crónica de los meses transcurridos desde que se habían desposado y harían -¡por fin!- los planes para celebrar la boda cuanto antes.
     Con este telón de fondo, podemos recordar las palabras que, años después, San Pablo había de escribir por inspiración divina: "Nos gloriamos (...) también en las tribulaciones sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza; y la esperanza no defrauda nunca" (Rom. 5, 2-5).




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